viernes, 13 de junio de 2008

MI MAESTRO DE SEGUNDO DE EGB

A veces, recuerdo a mi profesor de segundo.

Se llamaba, ojala aún se llame (pero lo veo difícil), don Eladio. Natural de Melilla, profesor no, él era nuestro maestro. Nuestro único maestro durante todo el curso. Sólo estuvo un año en el pueblo de la lluvia suave. Pero en mí dejó marcada una huella inolvidable.

Para mí, y creo que para muchos de mis compañeros, era una persona fuera de lo común, de lo establecido como maestro. No utilizaba traje ni corbata. Su modo de andar no era el de un respetable profesor de colegio; él daba zancadas no pasos, parecía un legionario. Además no llevaba el cabello cortado como un señor respetable, no. Llevaba melena y barba.
- ¡Barba! Entonces no me digas más:

- ¡Seguro que es un comunista! Era lo que se rumoreaba.

La duda o/y el desconocimiento siempre han generado rumores. Cuando los rumores tienen como padres a la duda y el desconocimiento, son verdades dudosas.
Si era o no lo era; si era así o “asá”, nunca me lo planteé. Con siete años, ¿cómo podía yo plantearme esas cuestiones? Recuerdo que fumaba y que solía encargar a una niña mayor que nosotros que le trajese un yogurt de aquellos de envase cuadrado y grandísimo, eran los Clesa. Lo que me llamaba la atención mucho, pero mucho mucho, era su deseo de enseñarnos cosas que no venían en el libro del curso.

- Nos ponía discos de Frank Sinatra, de Georges Mustaki; nos explicaba lo que decían las canciones. Nos decía lo mucho que le gustaba esa música. Nos ponía música de Bach, Vivaldi.
- Nos hablaba de los cuadros famosos de un tal Pablo Picasso (estábamos en la dictadura de Franco, por lo tanto, este pintor y muchos otros artistas eran tabú en España).
- Nos hablaba de otros animales que no aparecían en las películas de Tarzán. Nos inculcaba el deber de respetar a los animales y las plantas, cuando en aquella época lo más divertido para los chavales, ya entrados en la pubertad y más mayores aún, era rociar de gasolina el trasero de un pobre perro y verlo como se restregaba desesperadamente contra el suelo hasta que desaparecía lastimosamente.
- Nos advertía de la importancia del aseo personal diario.
- También de la importancia de tomar alimentos sanos y de pedir a nuestras madres yogurt. Por aquella época era un producto que no se consumía mucho en mi casa. Ese alimento se incorporó en mi dieta más tarde y con una ceremonia curiosa, que en otra ocasión contaré.

Yo creo que la admiración de la mayoría de mis compañeros hacia don Eladio era idéntica a la que yo sentía por él.

Es más, cuando salíamos por la tarde del colegio; un buen grupo de alumnos nos esperábamos a acompañarle durante el camino de regreso a la pensión, la casa de la señora Rosario. La imagen era cómica: un grupo de niños de 7 años intentando llevar el ritmo de zancadas que llevaba el maestro. Yo creo que él agradecía la compañía.

Cuando ya me había merendado un buen bocadillo, raro era el día en que no me acercaba a la casa de la señora Rosario como el que juega, mi casa estaba a pocos pasos de la pensión, y casi siempre él me llamaba para preguntarme si había hecho los deberes que nos había mandado (sumas, restas, multiplicaciones y divisiones); como le respondiera que sí, ya estaba pidiéndome que le trajese la libreta para ponerme más. Yo en lugar de ofuscarme, me alegraba del privilegio de tener cerca al maestro que me mandaba otras tareas.

Cuando el curso se acercaba a su fin me vi gratamente sorprendido porque deseaba dar algunos diplomas más de los consabidos 3 establecidos; fui uno de los que recibió uno dibujado por él mismo. Aún lo conservo.

Me dio su dirección en Melilla. Durante un tiempo le estuve enviando alguna que otra carta. El me respondía con postales escritas con su rotulador de color azul y con su peculiar letra.

Aquellos como don Eladio eran maestros auténticos, de los que se recuerda pasado el tiempo con aprecio y cariño.
Como es normal, yo quería ser maestro como don Eladio. El tiempo me deparó algo muy distinto para mí.

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